Había llegado la hora de dejar un surco en el camino.
El alma venía tironéandole desde hacía tiempo, y él no la escuchaba.
Pero ese día fue diferente.
Decidió ponerse en marcha para consolidar “lo suyo” y darlo a conocer a los demás.
Descubrió que no podía llevar muchas de sus posesiones en ese viaje. Se tomó el tiempo de revisar en su interior y tuvo que desprenderse de recuerdos, frustraciones, castillos en el aire o quimeras, de dolores y de toda la ira contenida en su viaje anterior.
Con semejante cargamento no puede uno darle la mano al alma y dejarse llevar. El alma transita liviana por la vida y no comprende cómo nosotros necesitamos llevar tanto peso durante todo el tiempo.
Despojado de todas sus viejas pertenencias, abrió los ojos interiores, escuchó la voz de su intuición y zarpó hacia la alquímica travesía de ser él mismo.
Sin grandes estructuras que lo aprisionaran. Sin voces ajenas a “la obra” que impusieran sus mandatos. Sin sus propias voces que le contaban historias convenientes para otros tiempos, en los que las justificaciones estaban a la orden del día.
Simplemente a solas con su alma y con la confianza en el proceso de su vida, resolvió incrustarse en la realidad para modificarla.
Así conoció el poder de innovar.
Y, por primera vez, se dio a luz a sí mismo, poniendo su fuego en su obra.
Y su obra le devolvió más fuego.
Así conoció el poder de crear.
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